Los últimos relatos de Kipling
fueron no menos laberíntícos y angustiosos que los de Kafka o los de James,
a los que sin duda superan; pero en mil ochocientos ochenta y cinco, en Lahore,
había emprendido una serie de cuentos breves, escritos de manera directa,
que reuniría en mil ochocientos noventa. No pocos -In the House of Suddhoo,
Beyond the Pale, The Gate of the Hundred Sorrows- son lacónícas obras maestras;
alguna vez pensé que lo que ha concebido y ejecutado un muchacho genial puede
ser imitado sin inmodestia por un hombre en los Iíndes de la vejez, que conoce
el ojicio. El fruto de esa reflexíón es este volumen, que mís lectores juzgarán.
He intentado, no sé con qué
fortuna, la redacción de cuentos directos. No me atrevo a afirmar gue son
sencillos; no hay en la tierra una sola página, una sola palabra, que lo sea,
ya que todas postulan el universo, cuyo más notorio atributo es la complejidad.
Sólo quiero aclarar que no soy, ni he sido jamás lo que antes se llamaba un
fabulista o un predicador de parábolas y ahora un escritor comprometido. No
aspiro a ser Esopo. Mis cuentos, como los de las Mil y Una Noches,
quieren distraer y conmover y no persuadir. Este propósito no quiere decir
que me encierre, según la imagen salomónica, en una torre de marfil. Mis convicciones
en materia política son harto conocidas; me he afiliado al Partido Conservador,
lo cual es una forma de escepticismo, y nadie me ha tildado de comunista,
de nacionalista, de antisemita, de partidario de Hormiga Negra o de Rosas.
Creo que con el tiempo mereceremos que no haya gobiernos. No he disimulado
nunca mis opiniones, ni siquiera en los años arduos, pero no he permitído
que interfieran en mi obra literaria, salvo cuando me urgió la exaltación
de la Guerra de los Seís Días. El ejercicio de 1as letras es misterioso; lo
que opinamos es efimero y apto por la tesis platónica de la Musa y no por
la de Poe, que razonó, o fingió razonar, que la escritura de un poema es una
operación de la inteligencia. No deja de admirarme que 1os clásicos profesaran
una tesis romántica, y un poeta romántíco, una tesis clásica.
Fuera del texto que da nombre
a este líbro y que manifíestamente procede del último víaje emprendído por
Lemuel Gulliver, mis cuentos son realístas, para usar la nomenclatura hoy
en boga. Observan, creo, todas las convenciones del género, no menos convencional
que los otros y de1 cual pronto nos cansaremos o ya estamos cansados. Abundan
en la requerida invención de hechos circunstanciales, de los que hay ejemplos
espléndidos en la balada anglosajona de Maldon, que data del siglo diez, y
en las ulteriores sagas de Islandia. Dos relatos -no diré cuáles -admiten
una misma clave fantástica. EL curioso lector advertirá ciertas afinidades
íntimas. Unos pocos argumentos me han hostigado a lo largo de1 tiempo; soy
decididamente monótono.
Debo a un sueño de Hugo Ramírez Moroni La trama general de La historia que se titula El Evangelio según Marcos, la mejor de 1a serie; temo haberla maleado con Los cambios que mi imaginación o mi razón juzgaron convenientes. Por lo demás, la literatura no es otra cosa que un sueño dirigido.
He renunciado a 1as sorpresas de un estilo barroco; también a las que quiere deparar un final imprevisto. He preferido, en suma, 1a preparación de una expectativa o la de un asombro. Durante muchos años creí que me sería dado alcanzar una buena página mediante variaciones y novedades; ahora, cumplidos los setenta, creo haber encontrado mi voz. Las modificaciones verbales no estropearán ni mejorarán lo que dicto, salvo cuando éstas pueden aligerar una oración pesada o mitigar un énfasis. Cada lenguaje es una tradición, cada palabra, un símbolo compartido; es baladí lo que un innovador es capaz de alterar; recordemos la obra espléndida pero no pocas veces ilegible de un Mallarmé o de un Joyce. Es verosímil que estas razonables razones sean un fruto de la fatiga. La ya avanzada edad me ha enseñado la resignación de ser Borges.
Imparcialmente me tienen sin cuidado el Diccionario de la Real Academia, dont chaque édition fait regretter la précédente, según el melancólico dictamen de Paul Groussac, y 1os gravosos diccionarios de argentinismos. Todos, 1os de éste y los del otro 1ado del mar, propenden a acentuar las diferencias y a desintegrar el idioma. Recuerdo a este propósito que a Roberto Arlt le echaron en cara su desconocimiento del lunfardo y que replicó: "Me he criado en Vílla Luro, entre gente pobre y malevos, y realmente no he tenido tiempo de estudiar esas cosas". El lunfardo, de hecho, es una broma literaria inventada por saineteros y por compositores de tangos y 1os orilleros lo ignoran, salvo cuando los discos del fonógrafo los han adoctrinado.
He situado mis cuentos un poco lejos, ya en el tiempo, ya en el espacio. La imaginación puede obrar así con más Iibertad. ¿Quién, en mil novecientos setenta, recordará con precisión lo que fueron, a fines del siglo anterior, 1os arrabales de Palermo ode Lomas? Por increíble que parezca, hay escrupulosos que ejercen la policía de 1as pequeñas distracciones. Observan, por ejemplo, que Martín Fierro hubiera hablado de una bolsa de huesos, no de un saco de huesos, y reprueban, acaso con injusticia, el pelaje overo rosado de cierto caballo famoso.
Dios te libre, lector, de prólogos largos. La cita es de Quevedo, que, para no cometer un anacronismo que hubiera sido descubierto a la larga, no leyó nunca 1os de Shaw.
J.I..B.
Buenos Aires, 19 de abril de 1970.